Skip to main content

Aproximación teórica

OBRA LENTA / HACER TIEMPO

Diego Parra Donoso
Crítico e Historiador del Arte

La artista Nury González (1960) ha desarrollado su obra desde la segunda mitad de la década de los 80, en ella diversos medios y soportes permiten hablar de procesos que vinculan lo gráfico, lo pictórico, lo instalativo y lo textil. En paralelo, los asuntos que su obra trabajan pueden ser vinculados con aquellos problemas histórico-políticos que instala el fin de la dictadura y la transición democrática: cuestiones como el exilio, la violencia política, la identidad (en la forma de la autobiografía), y de modo más general, el trauma como consecuencia de procesos históricos considerados como “modernizaciones”.

Su cuerpo de obra es difícil de ubicar en alguno de los estancos temáticos o formales propios de las categorías funcionales al sistema del arte global, puesto que, si bien persisten líneas de trabajo, como la vinculada al ejercicio manual de la costura y el bordado, así como también ciertos materiales orgánicos como la cera y el fieltro; estas constantes operan bajo un lenguaje esotérico que rechaza lo ilustrativo. Esto último es importante, ya que nos permite hablar de una obra que funciona temporalmente bajo lo que podríamos llamar: lentitud. El desajuste histórico que implica esta categoría (la lentitud) hace del trabajo de González un fenómeno demandante a nivel hermenéutico, puesto que su sistema de referencias no apela inmediatamente al contexto en el que éste se desarrolla, sino que echa mano a tiempos desfasados (su pasado, el de otros, el de los materiales y las herramientas).

Para esta lectura seguiremos entonces la idea de lentitud como la noción fundamental a la hora de valorar el trabajo de González, puesto que ella nos permite analizar su trabajo fuera de las exigencias funcionalistas (cercanas a lecturas sociológicas) que en la actualidad imperan a la hora de analizar críticamente el arte considerado “político” (categoría en sí misma cuestionable, tal como ya han expresado Ranciére, Richard y Mouffe). Asimismo, consideramos que la lentitud se vincula también a nivel procesual con su trabajo, donde la manualidad es central. Dicho énfasis, que funciona como reserva reflexiva (la artista y el material tienen una relación única) y repertorio de prácticas artesanales se hace relevante, pues pone en evidencia la condición de ejercicio de lenguaje de las obras. Es decir, de mediación de lo real.

Si bien podríamos analizar su trabajo desde una clave de género, puesto que González reivindica un quehacer feminizado en la cultura occidental (lo textil), consideramos que dicha aproximación pierde de vista aquella especial relación temporal que las obras de la artista buscan fomentar. A su vez, podemos reconocer ya en el contexto en el que se inscribe su obra, un problema de índole temporal. La transición democrática aceleró radicalmente los tiempos en el contexto del perfeccionamiento de la hegemonía neoliberal, dejando atrás de sí un pasado traumático irresuelto (a nivel político, pero también en lo que respecta, por ejemplo, a los Detenidos Desaparecidos y la búsqueda de justicia de sus familiares), y en este sentido, la lentitud se presenta como una alternativa disruptiva a tal orden, una forma de desobedecer a

los dictados de la historia entendida como constantes procesos de superación, más que como nudos problemáticos dispuestos para el reconocimiento de nuestras vivencias (los procesos de identificación y reconocimiento mutuo que acontecen en las sociedades presentistas, que como reconoce Francois Hartog, se apresuran por convertir lo recién ocurrido en pasado histórico o patrimonio).

Una segunda cuestión que habría que incorporar a la interpretación de su trabajo guarda relación con el uso de herramientas manuales, pero no se trata aquí de cualquier objeto, sino que de uno que sirve para producir otras cosas. González recurre constantemente a la presentación casi intacta de ciertos instrumentos vinculados a su propia biografía, así como también a la labor textil. Dichas herramientas son usadas tanto por su dimensión estética, como por la memoria que cargan, pero aquí el uso de esta última palabra puede ser dudoso: hay memoria de la artista, pero también cada dispositivo posee en sí mismo la memoria de su propio uso, es decir, de su técnica. ¿Qué nos dice un utensilio que los procesos de mecanización han dejado en el olvido? ¿Cuánto trabajo hay en cada uno de esos objetos? ¿Cómo se usaban antes las cosas? El pasado no solo son hechos ocurridos, son también modos de lidiar con la realidad material: son herramientas, indumentaria, posiciones para leer, rezar, formas de cocinar, etcétera. A cada época le corresponde una determinada forma de habitar el mundo, y ese modo está profundamente relacionado con las transformaciones técnicas con que se dispone.

Ralentizar el paso: desan(u)dar

Cuando Penélope esperaba a Odiseo frente a su telar, debía deshacer lo trabajado cada vez que llegaba al punto cercano al fin, de este modo retrasaba el inevitable momento de encontrar un nuevo esposo, ante la supuesta muerte de Odiseo. El paso del tiempo es algo ante lo cual no podemos ofrecer resistencia, se es víctima de este y a lo sumo, podríamos gestionarlo bien, pero nunca torcer su curso. O quizá sí.

Cada vez que ese textil mítico de Penélope era desarmado, desanudado, un nuevo tiempo se abría: un comienzo desde cero para ella y su anhelo por el retorno de su marido. En rigor, el fin de esta espera era totalmente ineludible, tanto así que finalmente fue descubierta y puesta en evidencia por su sirvienta Melanto, pero justo a tiempo para que Odiseo regresara en forma de vagabundo. La larga espera de Penélope se hizo algo más lenta, aunque duró lo que debía durar (el retorno de Odiseo), aplazando el peligro de casarse nuevamente con otro hombre antes de tener certeza del destino de su marido.

Esta historia, que tradicionalmente se usa como símbolo de la lealtad absoluta que una mujer puede tenerle a un hombre, me parece más interesante en la medida que deja en evidencia la capacidad de modificar la experiencia del tiempo mediante la propia técnica. O, dicho de otro modo, cómo el hacer incide en la percepción que tenemos del tiempo mismo y, por lo tanto, de la historia. La mano que teje, que fabrica una tela (un sudario en el caso de Penélope), produce también tiempo; tal como cuando coloquialmente decimos “hay que hacer tiempo”, en referencia a ocuparse en algo hasta que llegue el momento indicado donde otra cosa ocurra. El tiempo, que se experimenta con angustia y ansiedad, puede también ser manipulado, puede “hacerse”.

Puede ser una obviedad pensar que el tiempo pre-existe realmente, que no somos siempre nosotros los que estamos “haciendo tiempo”, toda vez que eso que experimentamos como el correr de los segundos, minutos, horas, días, etcétera no es más que una de las tantas convenciones del lenguaje que articulan nuestra comprensión/vivencia de lo real. Pero no me interesa aquí incurrir en semejante discusión, puesto que ante todo el tiempo es experiencia de lo real: por muy lenguaje que sea, no deja de sentirse en cada aspecto de nuestras vidas como algo que nos excede y regula.

En la obra “La tela de mi abuela” (1995), González trabaja a partir de la memoria familiar, específicamente la del exilio que viven sus antepasados, primero por la Guerra Civil española, y luego por la ocupación nazi en Francia. En la pieza nos encontramos con tres paneles: el primero a la izquierda es una fotografía de desplazados, al medio una sábana de cáñamo hecha por su abuela, y en la derecha, una imagen de un tipo de costura proveniente del libro “Enciclopedia de labores de señora” (1886) de Thérese de Dillmont. Aquí nos encontramos con la memoria familiar (del desplazamiento), pero a la vez, con los objetos cargados de memoria de su uso, así como también, con un diagrama que explica una técnica de costura. Los pasados múltiples que acontecen en la obra son propios de un momento del recuerdo, pero también de algo que excede lo individual, de otro modo ¿cómo entendemos la presencia de un diagrama de costura del s.XIX? Solo pensándolo como el símbolo de un modo específico de relacionarse con los materiales que en el presente ha dejado de tener sentido (ha pasado a ser casi arqueología). Esos modos de vida desaparecidos (o por desaparecer) son en algún sentido también le metáfora de lo que provoca el desplazamiento forzado en las comunidades, pues la pérdida de la casa, de la nacionalidad, de los vínculos socioafectivos, entre otras cosas, fuerza al individuo a improvisar nuevos modos de vivir, de habitar su entorno. En el caso de González, el gesto enternecedor de las sábanas que viajan por Europa y luego cruzan el Atlántico y el Pacífico para llegar a Chile, da cuenta de un apego profundo a ese modo de vida que se perdió irremediablemente. El pasado, o más bien, la forma en que se vivió en el pasado queda en la trama de una sábana, en la enseñanza de un tipo de costura, incluso en el modo en que se sazona una comida.

Esta preservación no es otra cosa que dar más tiempo a lo que se extinguirá pronto, en este caso, ese mundo que habitaron los antepasados ante la inevitable necesidad de adaptarse a un nuevo lugar de residencia. Cargar con una vida es cargar con la historia, es llevar tiempo a cuestas.

Podríamos también referir al gesto de suspender la tela en el bastidor, de suspender su condición de uso privado y emocional, para destinarlo a una obra de arte. El tiempo de su desgaste y desaparición queda anulado por su presentación: ya no puede perderse, pero a la vez, ya no puede usarse. Devenir patrimonio es convertirse en algo que ya no puede ser afectado por el tiempo, puesto que hacemos de su condición material algo que debe ser constantemente zurcido y conservado, quizá esa es la única posibilidad de contención para una memoria que tiene sus límites justamente en nuestra limitada presencia en el mundo. Sin la suspensión que instala González, la sábana no pasaría de ser un objeto guardado en los lugares más recónditos de la memoria (y del clóset).

Hurgar/Hogar

Cuando recordamos, buscamos dentro del tiempo, así como quien busca sus cosas en un cajón infinito y del que solo podemos ir tanteando cosas sin verlas realmente. El pasado si bien ocurrió, termina aconteciendo en la memoria como algo borroso e inexacto: ninguna memoria es tan precisa como para registrarlo todo, así como tampoco tiene sentido guardar todo lo que hemos vivido. Hurgar en la memoria nos hace conscientes de lo difícil que es relacionarnos con el pasado, tanto el propio como el ajeno: las memorias llegan incompletas y a veces contradictorias; un relato de alguien cercano puede influenciar nuestros propios recuerdos o derechamente negarlos. La trama intersubjetiva del recordar es frágil, ya que hay momentos en que los hilos de la memoria son menos y otros donde parecen estar más tupidos, es decir, donde el pasado parece ser comúnmente compartido. Nury González ha usado la iconografía de la casa en distintas obras, un pequeño y simple diagrama del techo con sus paredes en escorzo, una casita tan escueta que parece de Silabario. En su interior incluye textos, generalmente ajenos, los que se “alojan” en este marco habitacional, tal como los recuerdos y las ideas se asientan en nuestras mentes. La casa es uno mismo, es la integridad del yo que se resguarda del mundo, pero también acoge aquello que quiere sumar.

Nuestras casas están llenas de objetos, de muebles, basura, decoraciones y otro tipo de cosas; nuestra mente también: mucho recuerdo, mucha ideación, mucha tontera. La casita es el hogar de la identidad, es esa protección y hospitalidad lo que nos constituye en sujetos, en otras palabras: saber retener y soltar lo que vivenciamos es un modo de habitar el mundo. González habita un mundo lleno de recuerdos propios y algunos heredados, pero también de objetos: está llena de herramientas y materiales antiguos. Lanzaderas, unos alfileres, tijeras costureras, maletas ajenas, documentos familiares y pinceles, entre otros construyen un hogar que se ha dedicado a recordar incluso aquello de lo que ella misma no puede tener recuerdos. ¿Cómo habría que entender esa apropiación de lo ajeno?

El arte contemporáneo ha hecho de la apropiación un mecanismo más entre muchos otros de producir obras: desde objetos, hasta otras obras son protagonistas de esta tendencia que se inició en el mismo origen del concepto moderno de arte. Pero apropiarse de memorias es algo raro, es algo que quizá nos deja fuera de juego, ya que ¿qué es exactamente lo que está siendo apropiado?

Anteriormente mencioné que una posible apropiación es la del tiempo y modo de vida de su familia, pero también podemos hablar sobre la propia biografía: no poseemos nuestra vida, en la medida que somos sujetos de ella misma. Pensemos en la gran instalación “Sueño velado” (2009), presentada en el contexto de la Trienal de Chile. La obra se compone de 45 veladores dispuestos en damero con sus respectivas lámparas, cada uno de estos fue prestado a la artista y se expuso tal como estaban originalmente en el dormitorio de su respectivo dueño(a). Esta instalación tiene por origen una pregunta por aquel espacio íntimo que cada uno posee al lado de su cama, ese mueble que guarda lo primero que vemos al despertar y último que miramos al dormir. En ellos se guardan cartas, medicamentos, secretos, recuerdos, lecturas para “hacer sueño”, entre otros. Pero la artista insistió en que cada módulo era de algún modo un retrato de cada dueño, una efigie iconoclasta, pues no hay imagen alguna, pero nadie podría negar que hay una identidad en cada velador.

La distancia que produce González en “Sueño velado” entre el sujeto y el mueble permite reconocer la propia existencia en sus vestigios materiales, es como si fuéramos arqueólogos ingresando por primera vez a un yacimiento de una casa: cada centímetro del lugar es la expresión de un modo específico de vivir y habitar el mundo. Lo poético aquí, sin embargo, es que el velador no solo es un objeto “privado” y por ello, estrechamente ligado a quiénes somos, es también un testigo de nuestros sueños, es decir, de la intimidad que ni siquiera nosotros mismos somos capaces de reconocer conscientemente.

Me gusta también la idea de que en general, cuando necesitamos algo del velador debemos hurgar en él, porque no suele estar en orden. No es un archivo, aún cuando documenta en algún grado nuestras vidas, porque reproduce en algún grado el caos propio del sujeto: nuestras memorias, nuestras emociones y nuestros discursos son una maraña de cosas que cuando están todas juntas no pasan de ser una gran masa irreconocible. Si lo pensamos “textilmente”, esa información que está en nosotros (al modo de un velador), es como un fieltro, es decir, una tela sin trama ni urdimbre, sin orden aparente.

Volviendo a la apropiación como operación, quizá la obra más compleja y en algún sentido “monumental” de González al respecto, es “El Mercado negro del jabón” (1999), pieza fundamental en su trayectoria, pues condensa de múltiples formas muchas de las mecánicas de trabajo que se han convertido con el tiempo en su modo específico de relación con la realidad. En esta obra, la artista recupera su historia familiar de exilio y la relaciona con la del filósofo alemán Walter Benjamin, mediante la ciudad de Port-Bou que funciona como lugar y metáfora del exilio y el expolio propio de la violencia. En este trabajo los tiempos se ven cruzados y de cierto modo extraviados, puesto que la biografía de la artista es de algún modo la de un filósofo al que no conoció, pero también porque eluden el presente para construir una identidad propia que trasciende al sujeto mismo y su ciclo vital.

La historia familiar sigue aquí siendo el eje, uno que parece traspasar tiempos y lugares, al punto que sigue definiendo la identidad de la artista años después de lo sucedido. La memoria que es pasado se hace tiempo presente a través de los objetos, registros y documentos que González articula, esto porque si bien recordar es algo que nos lleva a lo que ocurrió, solo puede acontecer en el presente. Las grandes barras de jabón que la artista reúne en la instalación son la moneda de cambio que usaron sus antepasados para sobrevivir, y ella los convierte hoy en su garantía de un pasado que no puede ser olvidado.

Lo pendiente/lo lento/lo frágil

En relación con la categoría de “lentitud” que he usado para analizar el trabajo de González, me parece importante hacer presente la relación que ella produce entre la violencia y este tiempo prolongado. Si bien el daño tiene una relación directa con la actualidad, ya que sentimos la violencia en cualquiera de sus formas en el ahora-ya, existen también formas estructurales de violencia que dada su condición sistémica opera en el tiempo, de un modo lento y difícil de aislar en algún hecho concreto. Pensemos en los efectos políticos y sociales de la dictadura cívico-militar: si bien hay personas afectadas directa y personalmente por ella (en sus cuerpos, en sus memorias, en sus vidas completas); también hay un daño que solo puede ser constatado por el tiempo: poblaciones desplazadas, desintegración de lazos comunitarios, desposesión generalizada, etcétera. Todas estas cuestiones son fenómenos que poseen un componente material innegable: afectan la cotidianeidad de la vida en múltiples modos que parecen ser tan menores en su individualidad, que se hacen difíciles de reconocer (y que solo podemos poner en perspectiva cuando los sumamos miramos en conjunto, es decir, cuando le damos una lectura sistémica).

Un trabajo relevante para referir a este asunto es: “Sobre la historia natural de la destrucción” (2011), en ella la artista trabaja con materiales textiles antiguos (chamalles negros) y fabricados por miembros del pueblo mapuche. Estas telas funcionan como testigo de la violencia (es decir, la historia), y ruina contemporánea, en ellas la artista señala mediante el bordado todas las zonas donde por múltiples motivos, la tela se ha rajado o desintegrado. Esto último es quizá lo más interesante, ya que todo tejido al desintegrarse deja en evidencia aquellos hilos que se han cortado, como una metáfora de la continuidad histórica rota por los acontecimientos de violencia que han pasado a reconocerse como la normalidad. No es casual que utilicemos conceptos vinculados a lo textil para referir a las tragedias historia: “urdir” suele utilizarse para hablar sobre las maquinaciones que se realizan contra alguien, y “trama” se entiende como la narrativa propia de una historia, pero también se puede usar para designar una confabulación. Todas estas acepciones hacen hincapié en el carácter concertado con que acontece la historia, hay siempre un trazado, un plan que prefigura los efectos que se espera que ocurran: la historia pasa a ser una gran conjura.

También la obra incluyó imágenes de los bombardeos en medio oriente, que establecen un paralelo entre las violencias y ocupaciones de las que fueron víctimas distintos pueblos (las telas ajadas son a ratos como los muros perforados por misiles). La artista dedicó meses a los señalamientos en estas telas perforadas, mientras el país vivía una pequeña revuelta estudiantil (2011) que dio inicio al ciclo político que tiene su momento más álgido en octubre de 2019, es decir, mientras la historia se hacía presente en el cotidiano, ella optaba por mirar al pasado de las telas centenarias para así aletargar o suspender la ansiedad por acelerar el tiempo, propia de las revueltas y ciclos de alta radicalización política.

La imagen de la artista realizando pespuntes sobre los hoyos de las telas negras no solo es el medio para conseguir identificar poéticamente la violencia, es también una forma de hacer cuerpo todo ese tiempo acumulado. Son horas de trabajo meticuloso que de algún modo vienen a simbolizar casi como un castigo escolar el reconocimiento de la historia como sucesión de hechos trágicos. El tiempo y sus efectos se deben sentir para hacerse concretos, y la acción de la mano, el ojo, la aguja y el hilo son el único modo en que el trabajo puede reconocerse inmediatamente al ser realizado. Cada puntada no se esconde, queda a la vista, dejando en evidencia que allí hubo alguien (la artista).

Esta relación entre trabajo y tiempo es interesante, ya que a pesar de la fragilidad con que la podemos ver (los hilos y las telas viejas), simboliza cuestiones profundas y estructurales. Si pensamos en la doble lectura que González hace entre Temuco y Beirut, lo que ahí produce es un paralelo entre dos zonas de violencia colonial. Las telas son vestigios de lo ocurrido, y son también elementos recurrentes en los procesos de desplazamiento que se generan luego de la ocupación militar, tal como vemos en las fotografías que la artista agrega: personas que se cubren y tapan las pocas pertenencias que pueden cargar con frazadas o mantas. Las personas que pierden su territorio pierden sus hogares, pierden sus modos de vida viéndose obligados a partir de cero en otros lugares. La historia es reiniciada a la fuerza.

Quizá la imagen de los grandes fieltros que rezan la palabra “EXILIO” flotando en el agua sea una metáfora de la sensación de deriva que subsiste en el presente frente a los múltiples acontecimientos contemporáneos. El acelerado tiempo que vivimos nos exige reacciones rápidas y a ratos poco estratégicas en el largo plazo, lo urgente sucede a lo necesario constantemente. En ese vértigo las obras de arte, en tanto que objetos que condensan tiempo parecen nunca acompasarse: llegan tarde a una cita con la historia que nunca fue realmente agendada. La mirada contemporánea hiper excitable no se ve seducida tampoco con la exigencia de pausa y dedicación que las obras nos piden, cuestión que puede hacernos sentir anacrónicos constantemente. Pero dicha distancia es justamente lo que es intrínseca a las obras, pues su relación con el tiempo es la del desplazamiento, la de la traducción y representación (siempre “después de”, siempre tarde). Coincidir demasiado con el presente nos deja ciegos ante lo que ocurre, presos de los acontecimientos; mientras que procesar lo ocurrido nos da la ventaja de verlo con mayor claridad.

___

Mi interés en este texto ha sido presentar algunas obras de Nury González justamente como un ejercicio de pensamiento desplazado temporalmente. El presente se hace inaccesible para la artista, y por ello usa al pasado como guía para abrirse paso a su tiempo. No es que González opere mágicamente como si el tiempo fuera un “eterno retorno”, sino que más bien decide mirar su contexto desde las miradas perdidas de quienes la precedieron. Esto reconoce que somos formados por tiempos pretéritos, y que su influjo es reafirmado día a día en los modos con que nos relacionamos técnicamente con la realidad. Ciertamente las cosas se transforman, la gente cambia y nuestras condiciones también, pero hay formas de vida que quizá sin tener un nombre (es decir, sin reconocerse como tales) hablan de la presencia constante del pasado en nuestro presente: un objeto familiar que sigue siendo usado en la casa, una técnica manual semi olvidada que persiste, documentos antiguos que deben ser guardados para trámites futuros, entre otras cosas. Sin esos anclajes al tiempo y a un lugar, nuestra capacidad de reflexionar va desapareciendo lentamente en el contexto de un mundo hecho de pura actualidad.

Los objetos y prácticas que llenan las obras de Nury González cobran vigencia en la medida que nos abren a la posibilidad de hacer tiempo, de hacernos con el tiempo, y con ello, poder mirar lo que tenemos en frente. Quizá la pregunta trágica que nos deja su obra es ¿cómo hacemos para suturar todo lo que ha quedado fuera? ¿quiénes fueron los que quedaron fuera del tiempo? Y ¿qué hacer con tanto tiempo?